Los que hemos conocido al maestro, sabemos muy bien como era.
Sin cerrar los ojos podemos verlo, a lomos de su moto, vestido siempre en tonos claros, sin faltarle el chaleco y su lazo rojo y con su pelo blanco, largo y lacio que le daba ese aspecto de ‘guiri’ que destacaba en la plaza.
Pepito Marcos, escultor y torero; así le gustaba presentarse. Y es que salía a la vida como se sale a un ruedo, solo, altanero, con gallardía y gustando de la exhibición, sobre todo cuando en las noches toreras desplegaba todo su repertorio y aunque obtenía resultados variables, según como conectara con el respetable; el acuerdo era unánime Pepe Marcos era un ‘figura’.
Los que hemos conocido al maestro, también sabemos que por encima del personaje, de sus fulgurantes y estelares salidas al ruedo, estaba la persona, González Marcos el escultor.
Entró con diez años en un obrador, barriendo las virutas de madera del desbastado de las imágenes y salió con veinticinco, armado con las destrezas y misterios de un oficio ancestral. Unos conocimientos que indudablemente incrementó a lo largo de su vida de entrega y pasión por la escultura.
Sí, fue un enamorado del oficio, por el que sentía un sacrosanto respeto. Verlo trabajar era todo un espectáculo de aplomo, dominio y serenidad. Sometía la materia sin esfuerzo, como un arcano taumaturgo de insondable y enigmática sabiduría, orquestaba con elegantes ademanes los diferentes procesos: los certeros golpes de la gubia en la madera o el puntero en el mármol y la piedra, la justeza de proporción y medida en la suma del modelado, o la caída precisa y exacta de la densa escayola volteada sobre el húmedo barro y sobre todo ello, el bronce, pura alquimia de cera fuego y metal. Sumido en una suerte de ‘fiebre del bronce’, que le obsesionó toda su vida, preparaba caldos de fulgurante metal, los vertía por venas y arterias de conos y bebederos, retando al tiempo para conseguir la eternidad.
El magisterio lo ejercía casi a diario, aconsejando y resolviendo los problemas de técnica que se presentaban a compañeros y aficionados; pero donde lo canalizó fue en la escuela de artes y oficios en la que impartió sus clases y por las que sintió hasta el final de sus días un amor sin reservas. Probablemente, la tardía consecución del título de maestro de taller y su inserción en la actividad docente supuso para él, el retorno y la compensación de la ruptura común, pero no por ello menos brutal, con su formación intelectual de la que fue apartado siendo aún un niño y por ello para Pepe, la escuela se erigió en su conexión más fluida con la sociedad. Fue un gran maestro de taller y sus alumnos, incipientes aprendices, quedaban cautivados y lo veneraban valorando también en él la singularidad de su personalidad única e inconfundible.
Pero la clave para entender el riguroso dominio de la técnica de González Marcos, estriba en la razón última y a la vez primera de su existencia: la creación de su obra escultórica.
El respeto, el pundonor como a el le gustaba llamarlo, le condujo a la exclusividad de sus manos en la consecución de su obra.
Sentía pasión por sus piezas, sus desnudos de mujer, atesorados a lo largo de su vida, no podían ser manoseados por cualquiera que no supiera acariciar como el lo hacía. Tampoco era amigo de gratificadoras o fáciles ventas, prefiriendo literalmente pasar hambre, que vender una escultura a algún regateador y prepotente cliente. Ahora bien, si vislumbraba en ti el destello del hechizo, ejercido por su obra, la cosa cambiaba y hasta podía regalártela sin mediar trato.
Era imprevisible… en eso y en todo.
Enemigo a ultranza de normas, de horarios y hasta de lógica, su personalísimo compromiso vital lo condujo paulatinamente a un lento pero inexorable aislamiento que lo transformo en la singularidad del artista que fue.
Porque por encima de todo y sobre todo fue eso, un artista, un grandísimo escultor, que desde la encrucijada formada por la tierra en que nació, Murcia, y lo idearios estéticos en los que creció, el clasicismo mediterráneo de González Moreno; desarrolló un lenguaje único, personal, diferenciador y de una calidad innegable.
Una obra alejada de alambicados procesos intelectuales, pero íntima y profundamente sentida.
Una obra cercana y comprensible por todos, los neófitos y los entendidos, pero no por ello fútil o vacío. Sus desnudos, a veces delicados, otras rotundos, melancólicos o voluptuosos, siempre sensuales y sensibles, están creados para el tacto y la contemplación y son hechizantes, cualidad intrínseca y esencial en una obra de arte.
En esta exposición antológica de su escultura, podemos contemplar ese trabajo callado, silencioso, sin tiempo y sin medida. Trabajo de entrega generosa, de amor a lo bien hecho. Trabajo secreto y privado, oculto para casi todos. Un testamento vital, que hoy es un legado que nos pertenece, y nos desvía la mirada de nuevo hacia la eterna belleza.
Por todo ello y por siempre… gracias Maestro.
Lola Arcas