Rectángulos de luz.
Publicado el 13 de Junio de 2013 por Angel en Críticas | Lo que dicen de mí
Ver. Una acción aparentemente sencilla que, en ocasiones, se conjuga con extrema dificultad. No hace falta más que abrir los párpados, ningún esfuerzo, y mirar. Luz. Aquí están la línea del horizonte, los rostros reconocibles, algunos amados, y otros por primera vez vistos y quizá deseados; aquí están los cuerpos, la palmera vertiginosa y despeinada, los objetos, los muebles, los edificios, una mano y la otra, una mancha que es un pájaro común, una nube con figura de caballo alado y otra nube con apariencia de nube. La asombrosa familiaridad de lo que nos rodea. No existe sorpresa. Formas, sombras y colores. Pero, ¿qué ver?, ¿hacia dónde mirar?, ¿en qué detalle posarse?, ¿por qué precisamente en esa esquina?
Clic. Otra visión. La mirada del fotógrafo. Fragmentos desgajados de la realidad que ahora es papel y tinta. La voraz visión que enjaula parcelas de realidad, que recorta el mundo para hacerlo portátil. Fragmentos que son erosiones del paisaje, resúmenes azarosos de la luz, retales del clima, regalos de la retina experimentada. Tantear con los ojos, insistir con los ojos, recordar con los ojos: otras formar de ver. La mirada sedienta.
Sed. Tierra agostada. Escasas lágrimas. Tierras de huertas y de secano, de montes careados, de lluvia como lentillas pequeñas que agrandan el vientre gualdo de los frutos; de lluvia desgarrada y aparatosa cuando las nubes sobrealimentadas estallan en una náusea al final del estío.
Clic. El instante enmarcado, el cielo cuadriculado, el árbol talado del sosiego de sus raíces, el mar congelado que deja de rumiar naufragios y que se rinde ante los pies recién desnudados de los turistas. Otra forma de ver. Sin filtros ni trampantojos. La mirada que acicala las pestañas del horizonte, que persigue el rictus de las montañas, que espera paciente la llegada de otra luz, ese haz extraño y fugaz que sólo ocurre en algunas estaciones y en algunas horas determinadas y misteriosas; que busca el fulgor del otoño junto a un regato diminuto y escondido. La mirada que acaricia la cicatriz del desierto, que se adentra en el bosque y descubre a sus habitantes nada acostumbrados a la ceremonia del saludo, que se asombra ante el rigor mortis de las agaves que turban la llaneza del paisaje, que se eriza y reza ante el cielo de este atardecer, color de ñora, que parece quemado por las antorchas de unos dioses no del todo caducados.
Toda mirada propone un orden, pero aquí hay una invitación a la ecología cromática, al laberinto visual; una anatomía de los lugares más que una geografía, esa es la elección. Plantar una mirada, dejar que crezca, cuidar sus raíces, regar sus dudas y recoger sus frutos. Esa tentativa, casi hortelana, se refleja también en estas imágenes.
Clic. Otras miradas. La voluntad de algunos lugares se mantiene inmutable a la laboriosidad de sus habitantes y a su afán transformador. Gentes de tiempos distintos han observado los mismos perfiles en los collados y las mismas úlceras en los altozanos, similares resplandores en la mañana, las raras nieves del Noroeste, idénticas primaveras, parecidos campos de esparto y atochales, ríos que siguen siendo el mismo río en su origen y en el fallecimiento de sus aguas. No son voces diferentes, son la misma voz, sumisa al mismo paisaje que un día fue cotidiano.
Lo contemporáneo es la forma vital de mirar la herencia del pasado sin volver la vista atrás.
Ellos lo saben y observan. Nosotros también. La luz, en ocasiones, habla; nos presta la limpieza de sus vocales, nos otorga visiones de sonámbulo.
Clic, clic, clic…
No es asombro lo que estas imágenes buscan, ni acaso el contraste entre las aguas tibias del litoral y la abrupta soledad de la sierra, entre el rictus sediento de algunas tierras y la brusca fortaleza del bosque. El contraste existe, es innegable, pero quizá mostrarlo no sea el fin último de este ofrecimiento visual. Imágenes alargadas para un tour de perspectivas, para un recorrido por algunos de los 11.317 heterogéneos kilómetros cuadrados de las comarcas de Murcia: del Noroeste al Altiplano, del río Guadalentín al río Segura, del campo de Cartagena a las rocas del Cabo Cope. Esa sea quizá la propuesta del fotógrafo: seleccionar, condensar, mostrar kilómetros de paisaje en un solo golpe de vista. Una imagen panorámica que abarca más allá de lo que el ojo puede retener, una visión estirada y estilizada que reúne las líneas del horizonte, una extensión de naturaleza que comienza a narrar su peripecia vital en cada fotografía. Planos generales, rectángulos para paladear la luz porque mucha luminosidad ha sido atrapada en cada uno de estos enfoques, en una Región que alardea de disfrutar de 3.000 horas de sol al año; de todos es sabido que la luz es un jornalero incansable.
La fotografía tiene algo de alumbramiento, de nacimiento de una realidad a partir de la realidad, con los genes y los rasgos que identifican de dónde proviene, con la herencia intacta de su linaje, pero como un objeto que conservamos, diminuto, portátil, lejos de sus orígenes y que nos sirve de memoria, de evocación incluso de lo antes nunca visto pero que ahora ya pertenece a nuestro personal portafolios de recuerdos. Podemos apropiarnos de estos rectángulos y viajar gracias a ellos, a su andariega seducción, con los ojos a lugares recónditos.
Hace falta dedicar algo de tiempo a cada uno de esos instantes; exigen atención y una lectura sosegada para atrapar y desmenuzar los detalles, los contrastes, las sombras, los poros, los secretos. Por ejemplo, sobre el tronco obeso de un árbol hay colocada una escalera de madera de árbol, se acopla como una rama extraña, como un apéndice tallado y útil. Forman una pareja bien avenida aunque algo peculiar: un árbol corpulento y unos peldaños delgados aunque consistentes. Esa imagen esconde un misterio aunque nada oculto aparezca en ella. Pero el ojo comienza a recorrer, de izquierda a derecha, ese territorio y ya es capaz de imaginar una vida, el tiempo de la recolecta, la proximidad de la poda o un niño que busca un nido. Hay que caminar sobre estas imágenes, detenerse en sus esquinas, adentrase en sus misterios que van más allá de lo reconocible. No se trata del regocijo ante lo ya visto sino de reconstruir un territorio, de explorar ese paraje cercano y, sin embargo, desconocido.
Hay un bosque doblemente congelado: la fotografía lo ha solidificado y la nieve lo ha vestido, todo es en esa imagen de una duplicada quietud, de un confidencial silencio.
Los anocheceres son como retratos de un cielo en duermevela que un segundo después será oscuridad, escombro de luz necesario para un nuevo y cotidiano asombro. Hay cielos con blusas de fuego en los pulmones. El mar se estira y anega los límites de la fotografía e incluye una promesa de viaje, la posibilidad de zarpar hacia otras latitudes y el predecible júbilo del regreso. Las montañas se muestran con todas sus extremidades y los remates de sus desfiladeros; son sobresaltos picudos, grietas, cicatrices lunares y arrugas soberanas. Todo ello se sedimenta en el ojo de quien observa con paciencia.
Una mirada respetuosa que convierte cada encuadre en un espacio protegido, en una reserva blindada. Cada paisaje está atrapado como una sorpresa dilatada. Una isla atmosférica porque el calor, la brisa y las insólitas nieves también permanecen aquí encerrados. Paisajes sin figuras, sin ruidos, sin rumores ni anécdotas que desvíen la atención del espectador; retratos de una naturaleza apenas hollada y en los que la única erosión es producto del viento y de la tenacidad del clima. Son silenciosos pero tienen un eco interior, un testimonio de permanencia. Pocos rostros se asoman en ellos y apenas ciudades y aquellas que aparecen son casi una suma de destellos que las convierten en espacios irreales, en una algarada de luciérnagas.
El fotógrafo se ha acercado a la cita con estos lugares mansamente, con respeto y curiosidad. Paisajes que reciben al visitante con los brazos abiertos, educados y benevolentes. Lugares con afectos especiales revelados sin ningún truco, sin tretas ópticas. Sólo piedra, agua libre o encauzada, las arenas de Calblanque y Calnegre (parece un juego de ajedrez sin reyes a los que derrocar y con peones tostados por el sol), la luz ciclópea, el perfil de las rocas calizas, las calas, los jarales y los saladares, la fisonomía de las grandes sierras: de Espuña, del Gigante, del Carche, Carrasco, la Muela, Burete o la Pila. La mirada del fotógrafo se detiene en cárcavas y barrancos, merodea en las riberas de las ramblas, se adentra en el bosque, desciende hasta los edificios de arcilla rubia de la Ciudad Encantada de Bolnuevo y descansa ante la apacible frazada del Mar Menor. La naturaleza es la protagonista absoluta.
El fotógrafo huye de los subrayados, de la retórica visual, del maquillaje y el artificio. No busca lo pulcro sino el mejor y el más nítido punto de vista de lo existente. Son superficies solitarias porque no es un dibujo de costumbres o hallazgos, de desarrollo, arquitectura o laboriosidad, lo que se quiere mostrar, sino el espectáculo del paisaje sin apenas espectadores. Un accidente costero, un matorral, un insecto nada insignificante, un relieve calcáreo, un claroscuro o un amarillo impetuoso, posan como si fueran actores experimentados: con naturalidad. Existimos alejados de tus ojos, parecen decir algunos paisajes, resistimos.
El color aparece como un compañero de viaje. Un azul intenso en algunos cielos compite con el cobalto de los mares sosegados y en ese combate cromático, esa riña añil, no hay héroes ni vencidos; una tierra amoratada acoge pequeñas flores doradas, los almendros están coagulados, las palmeras magras alborotan la huerta, el verde parece recién inventado en los álamos, el escote de algunos valles es generoso con el paseante.
Es la mirada de un viajero que desdeña el oropel de lo exótico, que se adentra en los confines para apoderase del reflejo de los espacios menos transitados. No es tanto el detalle como la visión global, la que es capaz de envolver al visitante, la que le interesa al autor.
Y son, muchas de estas fotografías apaisadas, espacios sin tiempo. Son el presente, pero podrían pertenecer a cualquier otra época porque lo que en ellas se transforma en destello es lo que permanecerá y lo que ya estaba antes de la invención de la fotografía. Estos lugares los pudieron contemplar, intactos, otros hombres y otras mujeres y ellos reconocerían sus detalles y sus heridas y recordarían cómo fueron bautizados por otros hombres y otras mujeres, quizá en lenguas que ya no recordamos y que se han perdido en el osario común de las palabras. Pero si los lugares no varían sí cambia la forma de observarlos y en esa manera de enfocar distinguimos este tiempo, nuestro tiempo. Esa inclusión en lo contemporáneo borra cualquier guiño de nostalgia; pero sí se detecta una luz de alerta que se enciende en la retina: esos paisajes deben permanecer transparentes porque son un preciado legado, un patrimonio que es necesario proteger y resguardar para que otras miradas, con otros puntos de vista, disfruten, en otros tiempos, de aquello que tienen de inmutables.
¿Por qué paisajes?
Porque los paisajes hacen a los hombres y modelan sus costumbres, aunque los hombres se empeñen en ignorar este dominio. Los hombres idean ciudades, barcos, pantanos, carreteras, artilugios, fábricas, fronteras…, pero los paisajes son templos abiertos, milagros nada efímeros capaces de doblegar a sus habitantes y de educar la infancia de su mirada. Los paisajes son memoria, son los ancianos sabios que observan las fatigas de los hombres. Son incansablemente iguales para la corta edad del hombre y su aún más corta capacidad de fijarse en ellos y en sus enfermedades. La geografía es identidad que crea identidades. Pertenecemos a los paisajes y nunca son ellos los que nos pertenecen, pese a los registros, las herencias y los leguleyos que varían contornos y dirimen pleitos de propiedad. Por eso son inquietantes, porque ese orgullo perenne nos recuerda que nuestra labor frente a ellos es fugitiva. Su longeva lentitud nos asombra. Nos parecen incluso que poseen formas caprichosas. Porque llamamos capricho a lo que se escapa del orden educado de nuestra vida de hombres.
La vida privada de los paisajes, eso es lo que aquí se muestra. Momentos de rara intimidad.
La luz
Una compañera de viaje. La piel de algunas regiones. La fotografía es un intento de amansar la luz excesiva de estas tierras, ese destello que roe los contornos y turba al paseante. No sólo son lugares lo que en estas fotografías se encuentran atrapados, es también el clima lo que aquí se recluta: la vida prófuga y profana. Fotografiar el clima es detenerse en los rincones donde lo bello y lo excesivo se aparean sin cesar y sin movimiento; un ejercicio que cansa la vista y edifica las legañas del pudor. La luz es descomunal en estos parajes y es necesario domarla para que pueda fijarse en el papel; esa es la tarea del fotógrafo: custodiar la luz, apaciguarla.
El clima y el aroma
El verano alarga sus extremidades anticiclónicas hacia un otoño sin urgencia. Entre 120 y 150 días al año, según las estadísticas más fiables, el cielo se conserva nítido. El invierno se muestra blando y sin agravios, apenas muestra sus encías, y la primavera es un festín de azahar: la huerta se despereza, bostezan los valles moriscos, se acicalan las tierras abarrancadas y blancas. Ese destello de tierra generosa también está en el objetivo de estas imágenes que esconden un júbilo adolescente: un aroma de tomillo y limón, de galán de noche y pino carrasco, de jazmín y sabina mora.
El agua
El movimiento que debe ser paralizado. El recorrido incesante, de monótona libertad. Fotografiar el agua es atrapar la esencia de la vida, Hay aquí ríos y mares. Ríos que mantienen su caudal cerca de su nacimiento, ríos que serpentean para reinventar el verde y saciar la sed antigua de estas comarcas. El agua es reflejo del dolor en algunas geografías ávidas. El mar aparece en estas imágenes como una promesa y como un ocio refrescante. El Menor, una mandorla de 170 kilómetros cuadrados, con una profundidad máxima de siete metros, y el Mediterráneo, el mar nuestro de cada día, el mar de la leyenda y el comercio. Las playas menos transitadas y más transparentes, los rincones más secretos de los 274 kilómetros de costa son los escogidos.
El formato
Rectángulos. Panorámicas. Una visión en scope. Un formato que obliga al espectador a recorrer toda la región de papel para descubrir lo que allí está reflejado, que amplia su percepción y dilata su campo visual. El cielo se estira, la tierra parece flexible. Con estos fragmentos se puede armar una mirada global, recorrer una vieja comarca y visitar un antiguo y largo reino.
… clic, clic, clic.
La luz no se apaga y los lugares permanecen. ¿Intactos? El mundo hace diluvios que dejó de ser doncel. Las sombras vuelven al lugar de las sombras, los hombres siguen oteando el paisaje desde su estatura de hombres. Este libro de visiones y rectángulos de luz ahora comienza, ahora se abre a otros argumentos, otras contemplaciones y otros encuadres. Todas las mañanas, con las primeras luces, hay alguien que mira, que vigila y espera una sorpresa de acuarela. Acciones aparentemente sencillas, ilusoriamente humildes. Aquí se cobija una colección de instantes, daguerrotipos del clima, crepúsculos escogidos en las emboscadas del cielo; aquí se despliega un botín de esquirlas de luz, un saqueo de imágenes. No somos lo que miramos sino cómo miramos.
Gontzal Díez
Apuntes acerca del libro Paisajes de Angel Fernandez Saura. Murcia 2004